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Reflexiones sobre la (mal) denominación “desastres naturales”

Reflexiones sobre la (mal) denominación “desastres naturales”: una mirada desde la prevención y la responsabilidad colectiva.

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A lo largo del tiempo, el término “desastre natural” ha sido utilizado de forma casi automática para referirse a eventos como terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas, huracanes o incendios forestales. Sin embargo, investigaciones en el ámbito de la gestión de riesgos y los estudios socioambientales nos invitan a cuestionar esta definición, pues encierra una idea engañosa: la de que los desastres son consecuencia directa y exclusiva de la naturaleza, eximiendo de responsabilidad a las sociedades humanas.

En realidad, un evento natural —por más destructivo que sea— no se convierte en desastre por sí solo. Es el contexto social, económico, institucional y territorial el que determina si ese evento se transforma en un desastre. Por ejemplo, un terremoto de gran magnitud en una zona deshabitada no genera las mismas consecuencias que uno de igual intensidad en una ciudad densamente poblada, con construcciones precarias y sin planes de emergencia efectivos. En ese sentido, el desastre no es natural, es social.

Esta distinción es fundamental porque nos obliga a dejar de mirar a la naturaleza como una amenaza y a enfocarnos en nuestras propias vulnerabilidades: la falta de planificación urbana, la desigualdad, el deterioro ambiental, la debilidad institucional y la carencia de políticas preventivas. Cuando se habla de “desastre natural”, se omite la responsabilidad de los tomadores de decisiones, de las instituciones públicas, del sector privado y de las propias comunidades en su capacidad —o incapacidad— de prepararse, adaptarse y recuperarse frente a los impactos.

Desde esta perspectiva, también es importante reconocer que no todos los eventos que desencadenan desastres tienen origen natural. Muchos son producto directo de la acción humana: la contaminación industrial, la deforestación, el mal manejo de residuos peligrosos, las construcciones en zonas de riesgo o los incendios intencionales. Otros, aunque gatillados por fenómenos naturales, se ven agravados por decisiones humanas mal fundamentadas, como ocupar zonas costeras sin regulación o instalar infraestructura crítica en áreas propensas a inundaciones.

Por eso, hablar de “eventos naturales” en lugar de “desastres naturales” no solo es más preciso, sino que también ayuda a resignificar nuestro rol como sociedades frente a las amenazas. Si entendemos que los desastres son construcciones sociales —resultado de nuestras acciones u omisiones— entonces podemos asumir que también es nuestra la responsabilidad de prevenirlos o, al menos, de reducir sus impactos.

En esta tarea, la información oportuna, clara y accesible es un recurso fundamental. La educación en riesgos, la difusión de mapas de amenaza, la capacitación comunitaria y el fortalecimiento de las capacidades institucionales son claves para anticiparse a las emergencias. No se trata solo de reaccionar cuando ocurre un evento, sino de construir resiliencia desde mucho antes: planificando con enfoque preventivo, considerando a las poblaciones más vulnerables y promoviendo una cultura de cuidado colectivo.
Asimismo, las políticas públicas deben pasar de un enfoque reactivo a uno proactivo. Esto significa invertir en prevención, en infraestructura segura, en monitoreo ambiental, en sistemas de alerta temprana y en gobernanza territorial. También implica fomentar la participación de las comunidades en la gestión del riesgo, reconociendo sus saberes, fortaleciendo su organización y garantizando el acceso equitativo a los recursos y a la información.

En contextos de crisis climática, donde se intensifican eventos extremos como olas de calor, sequías o inundaciones, esta mirada se vuelve aún más urgente. No podemos seguir atribuyendo los desastres al azar, a una fuerza/castigo superior, o a la "furia" de la naturaleza. Debemos entenderlos como el resultado de decisiones políticas, sociales y económicas que pueden y deben ser transformadas. Solo así podremos avanzar hacia territorios más seguros, justos y sostenibles.

Repensar el lenguaje que usamos para describir estos fenómenos es también un paso hacia una transformación más profunda. El lenguaje construye realidades. Decir “desastre natural” es, en cierto modo, renunciar a la posibilidad de cambio. En cambio, hablar de “eventos naturales con potencial destructivo” o de “desastres socioambientales” nos obliga a mirar más allá del fenómeno en sí y a preguntarnos qué hicimos —o dejamos de hacer— como sociedad para que ese evento se convierta en tragedia.

En conclusión, dejar de hablar de “desastres naturales” no es solo una corrección semántica; es una invitación a cambiar la forma en que entendemos nuestra relación con el entorno, con las políticas públicas y con las comunidades. Es reconocer que la prevención, la información y la acción colectiva pueden marcar la diferencia entre un evento desafiante y una catástrofe evitable. Y es, sobre todo, asumir que tenemos la capacidad —y la responsabilidad— de construir un futuro menos vulnerable y más resiliente para todas y todos. Al respecto, les invito a reflexionar, y conversar.

Ps. Susana Farías Villanueva, Socia SOCHPED
Magíster en Ciencias Sociales, Diplomada en Gestión de Riesgos y Continuidad Operacional.

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